Respuesta al comentario de un amigo, tras leer una entrevista a Bernard Stiegler en Le Monde, publicada en mi muro de Facebook el 23 de noviembre de 2015.
La tesis principal de lo que mantiene Stiegler en esta entrevista me interesa porque, en el contexto inmediato en el que estamos, nos ayuda a plantear el problema de la violencia de una manera más general e intempestiva. General, porque alarga la lista de coautores del mal. Intempestiva, porque a nadie le gusta saber que vive en países que pertenecen a esa lista.
Me refiero ahora a lo que tú, Juan, escribes al respecto. En este sentido me ciño a una primera versión de tu comentario, el cual, a pesar de tu posterior reedición, quedó registrado en mi ordenador. De esa primera versión destaco una frase: “su creencia en un poder conscientemente maligno (…), y su nostálgica asociación de empleo y perspectiva vital lo convierte en una voz un tanto ingenua”. Me detengo en el adjetivo (borrado en la edición siguiente) ingenua. Es interesante este adjetivo, porque hoy vive ampliamente asociado a una manera teórica de ver la vida, es decir, a una manera descalificada como utópica, idealista, filosófica, ineficaz, sin hacerse eco de uno de otros significados posibles.
El significado más originario de la ingenuidad aparece en el derecho romano tardío. El ingenuo era aquel que nacía libre, inserto ya en una gens y, en cierto sentido, supuso un enorme adelanto civil, al reconocer ingenuidad a aquel que nacía de una madre que hubiese sido esclava en la concepción, pero que fuese manumisa en el momento del alumbramiento. Lo que me parece importante de esta germinación lingüística, histórica y cultural es su vinculación conceptual con la libertad (como concepto propiamente político). Volveré sobre esto al final. Tomada, pues, la cualidad del ingenuo como una característica ligada a la libertad, no puedo verla como un descalificador, sino como una manera ingenua (en el otro sentido, al que me referiré a continuación) de hablar de la ingenuidad, una vez que hemos perdido toda la fuerza original de la palabra.
La ingenuidad, en este segundo sentido, que es el que tú le das en tu primera versión del comentario, toma otro significado, acorde al significado más vulgarizado de la palabra. En este segundo significado, la ingenuidad responde a la condición de aquel que, como decíamos antes, se deja llevar a través de una incompleta comprensión del mundo hasta una mirada utópica e irreal del mismo. Es también el significado que le das, de manera tácita, cuando (en la segunda versión de tu comentario) hablas de una “identificación de clase anacrónicamente ineficaz”. Esta alusión a la eficacia muestra, una vez más, la crítica al carácter improductivo de la ingenuidad, a su naturaleza teórica, poco práctica. En resumidas cuentas, la crítica a su inadaptada forma de ser en medio de un mundo de estrategias, disimulos y astucias.
Ahora bien, ¿de qué han servido hasta ahora las estrategias de la no-ingenuidad? ¿A quién han servido? ¿A quién sirven en estos momentos? En un mundo que se reproduce a cada segundo a la velocidad de los intercambios fragmentarios de la comunicación elevada a le enésima potencia, ¿quién puede aspirar a tener una visión completa del mundo? O dicho de otra manera, ¿quién, entre toda la sociedad civil, puede poseer una visión del mundo que no sea ingenua? El problema aquí radica en que si tomamos la ingenuidad en su segundo sentido (el que tú le das), pronto aparece el desánimo y el escepticismo en una teoría transformadora. Es cierto que, como apuntas, pueden surgir movimientos de vida colectiva. El propio Bernard Stiegler con su proyecto de l’Ecole de philosophie d’Epineuil-le-Fleuriel, no es ajeno a esta imaginación de lo colectivo. Tú citas otros ejemplos. No obstante, todos estos movimientos, ¿no se muestra potencialmente ingenuos al plantear sus relaciones con espacios simbólicos más tradicionales (distritos, ciudades, estados, etc.)? ¿Hasta que punto pueden estas experiencias hacer sus reivindicaciones y luchar por su supervivencia sin altas dosis de ingenuidad en su manera de mirar, decir y actuar?
Por otro lado, en tu comentario atacas la asociación de “empleo” y “energía vital” como un camino equivocado “para afrontar la problemática de la desesperación“. Luego propones una visión que no tome a las personas como masas pasivas, sino como actores de las lógicas del capital, así como una “una nueva concepción del propósito vital anclada en las condiciones materiales existentes”. Y, finalmente, hablas de que esa nueva concepción esté fundada en el “bloqueo de los dispositivos por los que circula el poder (entre ellos, sí, los GAFA, pero no como seres malignos con un consciente plan político)”, tanto como en la organización social alternativa, en los márgenes del sistema.
Con respecto a lo primero, me parece frívolo atacar esa asociación (empleo/energía vital) y bastante contradictorio en relación a tu denuesto de la actitud “ilustrada” de Stiegler y otros. Negar que exista una asociación social, cultural y psicológica entre las dimensiones del empleo y la vida me parece negar, por simple capricho intelectual, lo que llevamos años viendo, escuchando y, algunos, sufriendo. Ahora bien, ni siquiera interpreto esto en la postura del filósofo francés. Lo que él menciona es una falta de porvenir en las generaciones futuras. ¿Por qué relacionar esto con el empleo? Y, ¿por qué relacionar siquiera el empleo con el trabajo? Podemos recordar que en la visión de Marx el trabajo es tanto más esencial en la constitución del anthropos, cuanto más lo imposibilita la economía del capital al convertirlo en trabajo asalariado, en empleo, en mercancía. No se trata de resignarse a una relación entre empleo y vitalidad. De lo que se trata, a mi juicio, es de reconocer los daños que esta asociación histórica arrastra hasta el presente, de denunciarlos, de combatirlos, pero sin negar la realización efectiva del sufrimiento, pues esta sigue abriendo vetas de sangre sobre la tierra.
Efectivamente, tal y como dices en tu comentario, también a mí me parece necesario reconocer el rol activo que tienen los individuos en la configuración actual de sus vidas, siempre y cuando reconozcamos, igualmente, que dicho rol ni tiene por qué responder a acciones que ayuden a construir un porvenir mínimamente común, en lo diverso, ni tiene que ver con condiciones materiales de existencia que puedan reducirse a los flujos virtuales del poder en Internet. Quien se mata, tras haber perdido su casa en un desahucio, o quien sale de su casa, en un gueto, a matar, ejerce un papel activo, cada cual a su modo, en relación a una lógica determinada, pero guiado por un plan terriblemente nihilista del que no cabe esperar virtualidad alguna. La desesperación y el crimen comparten este último escenario atroz de realidad. Surgen entonces las preguntas: ¿quién o quiénes diseñan los decorados?, ¿quién o quiénes escriben los argumentos? Y llegamos, entonces, al problema de la conciencia del mal, que tú detectas y criticas igualmente en el texto de Stiegler.
Una vez más, yo no interpreto lo mismo leyendo la entrevista. Que Stiegler hable de Hollande o Sarkozy me parece solo una forma retórica de personificar una problemática mayor, a saber, qué hacer con las instituciones. Las instituciones legitiman la dominación, regularizándola, conviertiéndola en hábito, proceso, pero no están por completo a salvo del elemento carismático que también legitima la dominación. El reverso de este momento de legitimación carismática lo encontramos en la destrucción del chivo expiatorio (que menciona Stiegler en el texto, como algo de lo que hay que escapar). No se trata, pues, de situar el mal en el terreno cerrado de un solo individuo con capacidad para ejercerlo de manera absoluta, pero tampoco podemos impugnar la lógica del carisma, la cual continúa funcionando mucho después de que un individuo se haya transformado en institución.
El suspiro de la nueva criatura busca garantías para el bien porque cree haber encontrado estrategias del mal. Desde el otro lado, la crítica señala la ingenuidad de esa criatura y su lamento, pero ella misma no puede negar el mal. ¿Por qué cree poder negar en cambio su ejercicio consciente? Una conciencia malvada absoluta pertenece a una interpretación metafísica del mal. Pero si interpretamos el mal como una relación, ¿en qué se convierte esa conciencia maligna única? En fragmentos de maldad. La fragmentación del mal es una consecuencia derivada de la explosión del mal como sustancia. Pero una vez que el mal ha dejado de ser o, al menos, ha perdido protagonismo la cuestión de por qué el mal es, entonces se transforma en un hacer y la pregunta fundamental pasa a ser: ¿por qué hacemos el mal? Aquí ya no cabe hablar de una conciencia absoluta del mal, pero sí de acciones más o menos conscientes de su maldad. Tomado como relación, el mal pasa adquiere la forma de cualquier otra relación, en la que la posición de sus elementos es fundamental. Así visto, es totalmente verosímil plantear una acción consciente ejercida desde diversos frentes, sobre todo desde el económico y político, por parte de algunos agentes bien conscientes de su posición de dominación. Por supuesto que no se tratará de conciencias infalibles (propias de esa concepción metafísica de la que acabamos de hablar), capaces de dominar todo lo imprevisible de sus resultados, pero sí de conciencias bien conscientes de estar haciendo-el-mal con sus acciones.
Comencé hablando de la ingenuidad, a partir de un primer comentario tuyo escrito en el Facebook y reeditado después, y he llegado hasta el mal. En el fondo, no me he movido demasiado, pues la ingenuidad (en el sentido habitual de la palabra, que es el que tú le dabas) tiene una relación bien atestiguada con el mal, tal y como nos muestra la literatura del siglo XVIII en las figuras ya míticas de Candide y de Justine. Pero esa relación se ciñe al sentido más corriente, insisto, del concepto de ingenuidad. Si retomamos el otro sentido que le dimos al comienzo y su relación con la libertad, entonces se puede interpretar de manera distinta el escenario al que también pertenece la entrevista con Bernard Stiegler, y que no es otro que el de nuestra acelerada, aturdida y violenta época. En ese escenario, la ingenuidad, el individuo, el mal, la libertad, el libre albedrío, lo económico, lo político y la sociedad representan un drama cuyo final duda entre la trágica muerte de sus héroes, el absurdo asesinato de su público, o la apocalíptica aniquilación de sus héroes, de sus personajes y de su público.
La libertad, tal y como nos lo recuerda Hannah Arendt en un breve y maravilloso texto, es un concepto político. Por eso su dominio ha sido desde el comienzo el del hacer y, sobre todo, el del poder hacer. No fue sino el cristianismo el que introdujo la problemática de una voluntad rota que quiere lo que no puede y que acaba identificando la libertad con el libre albedrío. Aquí reaparece el mal, que Dios permitirá, según San Agustín, para que la voluntad del hombre pueda elegir. Pero en ese vínculo entre libertad y política se manifiesta otra tensión, una tensión fundamental: aquella que se da entre el individuo y la sociedad, entre la parte y el todo. No ha habido en el pensamiento clásico, siguiendo con Hannah Arendt, un pensamiento político que no parta de la libertad, ni una libertad que no viva enteramente en lo común. La libertad solo se expresaba participando en los asuntos comunes y no en una interioridad que me salvase, paradójicamente, de la político. Pero, continúa la pensadora, esa libertad era sinónima de dos cosas: capacidad de originar y de crear algo singular en cada origen.
Así pues, una libertad ajena por completo al poder transformador de las cosas comunes, no merece ese nombre. Pero, al mismo tiempo, una comunidad que no se haga sensible a lo singular, a lo único en cada acto y en cada criatura, tampoco. La educación me sigue pareciendo el único camino posible para establecer estos puentes entre lo singular y lo común, entre lo que se ha hecho pero puede siempre rehacerse de otra manera, contribuyendo así a lograr ese “verdadero futuro” del que habla Stiegler en su entrevista. Por supuesto que no cualquier educación, sino una educación desvinculada por completo de la velocidad de las tecnologías de la comunicación, de las mercancías y del mercado. Una educación crítica con la verdad como concepto, y por extensión, con los valores de la propiedad como verdad de lo identitario. Una educación de y en la interpretación. Pero para que esa educación pueda realizarse, hace falta tiempo. Por ello, simultáneamente urge una política que tome medidas económicas que ayuden a eliminar, de manera más inmediata y más allá de la lenta labor de los centros educativos, las condiciones materiales de la miseria y del resentimiento.
La verdad es que no creo que nada de esto, por muy ingenuo que resulte (en el viejo sentido ya mentado), tenga algo que ver con Jorge Bucay o Paulo Coelho.