«Innuendo»: sigue su festival de belleza entre el cine y la música.

Son ya cuatro programas los que lleva esta nueva producción de la radio mexicana, Radio Nicolaita, demostrando cómo se puede realizar un programa cultural cuidado, sensible, bello y, además, barato. No creo que el aspecto económico deba ser el que decida la posibilidad de que un buen proyecto periodístico vea la luz; no obstante, lo Innuendoinsoportable es que hayamos «normalizado» la porquería mediática, cuando esta, para mayor escándalo, resulta infinitamente más costosa de lo que requiere la producción de un programa como «Innuendo». Queda expresada mi denuncia. Ahora, no dedicaré mayor comentario a esos vertederos audiovisuales y me centraré en lo que «Innuendo» se merece.

Programa tras programa, ha ido quedando claro que la realización de «Innuendo» amerita que la escuchemos con demora y fruición, degustando la ponderada selección de películas propuestas y los matices de sus respectivas bandas sonoras, cada una de las cuales supone una forma idónea de entrar en el mundo reflejado por el largometraje. Este es, a mi juicio, uno de los grandes méritos del programa: seleccionar películas que están en perfecta «armonía» con la música que las recorre de principio a fin. Ya sucedió, de manera muy notoria, con «El cisne negro», cuyas melodías nos llevan por los laberintos que comunican la «locura» con las «epifanías» de la perfección artística. Posteriormente, un recorrido por la obra del director de cine francés, François Ozon, repitió esta formidable sintonía entre narración y música, bajo un repertorio de notas de inquietante belleza, la misma que muestran los temas abordados por el cineasta galo. En la última emisión, le ha tocado el turno al singular director estadounidense, Terrence Malick (por fortuna, no todo es Donald Trump en ese gigantesco país, ni mucho menos) y, en concreto, a su sublime obra, «El árbol de la vida», la cual confirma aún más ese don del programa a la hora de captar el equilibrio entre los ritmos (el de las palabras y el de las notas). El arbol de la vida

«El árbol de la vida» supone, bajo mi criterio, una verdadera obra maestra, dentro de cuyos méritos se cuenta, además, el de librarnos de la pésima cercanía de los vulgares consumidores de cultura. Me refiero a todos aquellos individuos que o bien escuchan el adjetivo cultural y piensan en una hoguera de las vanidades sociales, o bien se preparan para un rato de puro entretenimiento. «Necesitamos desconectar», es una típica frase que traduce a la perfección a este tipo de personas y los motivos que suelen tener para leer un libro, escuchar música, ir al teatro o ver una película. La crisis del virus coronado, por cierto, ha dejado bastante claro este vínculo mayoritario y lamentable que se establece entre el arte y la mera distracción. Sin embargo, no se puede mirar una obra de arte, como «El árbol de la vida», si uno se ha conformado con ser un mirón, pues la mirada que requiere la belleza (no digamos ya lo sublime, lo feo o lo terrible) es una mirada lenta, reflexiva, infinitamente paciente. 

Recuerdo la primera vez que vi «El árbol de la vida», en un cine, junto con mi madre. La sala estaba escasamente ocupada; pero, a los veinte minutos de haber comenzado la proyección, todavía quedó más despoblada. Algunas personas se fueron marchando de la sala, en silencio, como sombras chinescas recortadas contra la pantalla. Otras, lo hacían soltando algún rezongo de despedida. No habían podido soportar que la película no se consumiese a la misma velocidad de unas palomitas con Coca-Cola. Se iban manifestando que aquella era una mala película y que allí estaban ellos para decirlo. Si hay algo patético en este mundo, es ver a una sombra intentando reclamar, de forma tan inútil, una identidad. Tras la desaparición balbuciente de aquellos espectros, la oscuridad de la sala se sintió aligerada. Quedaba ya el espacio limpio de profanadores. Ahora, los pocos que allí seguíamos congregados, en torno a aquella descomunal obra y en el interior de una experiencia cinematográfica, cada vez más agónica en nuestra época, podíamos saber que estábamos participando de una liturgia, del éxtasis sinestésico de los significados.

Si no han visto todavía, «El árbol de la vida», les invito a hacerlo, pero preparándose antes para abandonar esa ráfaga de ojos, esos visionados de saltimbanqui que solemos tener al arrojarnos sobre las cosas como depredadores culturales. Una manera inmejorable de hacerlo es escuchar el programa «Innuendo», dejando que nos posea la música de la película, el tono y el ritmo de los pasajes de diálogo seleccionados (siempre propuestos en su lengua vernácula, para enfatizar el carácter musical de los idiomas, más allá de los significados léxicos) y donde disfrutaremos, por añadidura, de la hermosa locución de su conductora, de su cálida voz y del contrapunto de sus comentarios, que danzan siempre entre la información que nos invita a pensar y lo poético que nos hace elevarnos. 

Enlace para escuchar el programa (y los anteriores):

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