Penumbra y resplandor

En algún lugar sin coordenadas y tiempo sin relojes.

Al despertar, madrugada del 6 de noviembre de 2018.

El recital se celebraba en el interior de una iglesia. No podría decir a qué hora, porque pronto el tiempo descubriría el final de su juego de disfraces, pero sí puedo decir que llegué a aquel sagrado lugar envuelto en una intensa luz de mediodía. Adentro afloraba otra cosa: una penumbra apenas clareada por multitud de pequeñas velas encendidas. El interior era muy amplio y estaba repleto de gente, toda ella sentada en las bancadas de madera que flanqueaban el pasillo que conducía al altar. Me quedé atrás, muy cerca de la puerta y a escasos metros de la primera hilera de bancos. Allí también habían colocado algunos asientos y, en uno de ellos, me instalé.

A partir de ese momento me dediqué a escuchar los poemas que algunos de los allí presentes iban recitando. No había turno de palabra, sino que la gente se arrancaba de pronto con una composición que, en ocasiones, se transformaba en canción. Aunque se oían muchas palabras en francés, también abundaban los poemas y canciones en castellano, declamados o cantados con diversos acentos, sobre todo, latinoamericanos. En uno de ellos, reconocí al poeta que me había invitado a aquel recital. Era un poeta chileno, que días atrás, creía recordar, me había felicitado por una composición mía, declamada en un bar de Madrid, y que a la sazón me había hablado del recital que organizaba con un amigo. El amigo, poco después me percaté, era el encargado de tocar el piano que se había instalado en mitad del pasillo derecho, cerca del púlpito y camino de la girola. Era un hombre de mediana edad y con una pequeña perilla bien recortada de color rojizo.

 

Poco después, observé a otro hombre, que ocupaba mi misma posición pero al otro lado de la puerta de entrada. Era un hombre de hermosa cabeza redonda, escaso cabello y aire delicado. Tenía unos ojos rasgados muy acentuados, que destacaban en un rostro de innegable gesto francés. Llevaba unas gafas de montura negra que no se colocó hasta que no empezó a recitar, con voz cálida, un hermoso poema cuya historia había explicado previamente en unas pocas frases introductorias. La declamación poética por momentos se convertía en canto y el canto por momentos se acompañaba de música. Apareció entonces, como de la nada, un saxofonista que seguía los rutilantes versos del poeta con cabriolas melódicas. El resultado de la unión era de una innegable belleza. Ni la música del instrumento robaba tesoros a la música de la palabra, ni la voz de la palabra ensombrecía la luz propia del hermoso acompañamiento instrumental. Todo jugaba y bailaba acompasadamente en un acuerdo total.

Comenzaron a sonar en mi cabeza algunos versos propios y al cabo me vi albergando la idea de participar en la ceremonia recitando de improviso algo de mi autoría. Así estuve largo rato, hasta que desistí de la idea. Una mezcla de vergüenza y escepticismo provocaron mi renuncia. Sentía que las ganas de decir eran derrotadas por la certeza de que todo lo que pudiera expresar sería estéticamente decepcionante y existencialmente inútil. Nada de lo que pudiera decir sería suficiente. Nunca lo era. Pero, ¿suficiente para qué? Para contrarrestar un vacío que intentaba colmar y que, en lugar de menguar, no hacía más que crecer en mi interior. Soy un universo lentamente engullido por su propio agujero negro, pensé, y con aquella fatídica sentencia sentí que algunas velas del templo se apagaban, que la penumbra ganaba en oscuridad y me vi impelido a salir de allí con urgencia.

Al atravesar la primera puerta y acceder al espacio que daba paso al gran pórtico de la iglesia, me di cuenta, por primera vez, de que aquel lugar se parecía mucho a la iglesia del pequeño pueblo francés en el que había vivido durante años. Al traspasar la segunda puerta, la luz me golpeó, cegándome, antes de dar paso a un aire de familia todavía más intenso. Sin duda alguna, aquella calle era la Rue du Chateau del pequeño Vic, en el viejo país de la Bigorra francesa. Me vi caminando hacia el lugar donde se situaba la plaza del Ayuntamiento, que mi recuerdo retenía bien, y vi que estaba en obras. Una mujer, que se encontraba trabajando allí y que sostenía una larga manguera, me observó con desinterés y volvió a su quehacer con mímica de lagarto prehistórico. Al mismo tiempo, una impertinente sensación de hambre fue ganando terreno. Quería comer. Me disponía ya a buscar una brasserie cuando me di cuenta de que había olvidado mi abrigo con el dinero. Pero ¿dónde? Estaba seguro de que no había sido en el recital, pues ni siquiera recordaba haber llegado hasta él con el abrigo encima, pero en el estado de desconcierto en el que me encontraba y sin ser tampoco capaz de recordar lo que había hecho antes de llegar allí, salvo, y de forma muy diluida, el poema recitado en Madrid y la invitación del poeta chileno, me dirigí nuevamente hacia la iglesia.

Mi antiguo sitio me estaba esperando y nadie pareció inmutarse al verme entrar por segunda vez. Dado que ahora ocupaba mi mente la pérdida de mi abrigo, el sentimiento de desasosiego con el que me había marchado de allí minutos antes se había desvanecido parcialmente. El recital proseguía, cada vez más animado, intercalado de voces repentinas que comenzaban a declamar, cantar o, sencillamente, a contar alguna cosa extraordinaria. Me sorprendí a mí mismo al verme participando en aquel fluir sonoro, sin ceder a la angustia de no saber dónde estaba mi abrigo, mi dinero y los recuerdos de lo que había hecho antes de llegar a aquel lugar. Fue en ese preciso instante, que lo supe: todo era un sueño. Estás soñando, me dije, y en cuanto despiertes habrás recuperado tu abrigo, tu dinero y tu memoria, pero, ahora, vives el instante único de este recital mágico y debes fundirte en su bendición, porque se te ha dado el don de ser consciente de la realidad, esa que solo vive al otro lado de nuestra torpe vigilia.

Una ola de bienestar me envolvió y experimenté, hasta en el último rincón de mi cuerpo, aquel cálido abrazo de consciencia y de paz. Estaba en otra parte, realmente, en un lugar que se parecía al pueblecito francés donde había vivido, pero que no lo era realmente. Estaba en un tiempo sin antes ni después, en la eternidad presente de un recital que duraría mientras el alma de la humanidad, representada por todos los que allí se habían congregado, exprimiese hasta la última gota su jugo vital, llenando el tiempo de palabras y las palabras de tiempo, haciendo una compartida oración de los hombres en el vientre de aquella encandilada penumbra. Volver a nacer o, quizá, vivir otra vez en una matriz, eso era lo que se nos ofrecía. Pero, al filtrarse todavía un poco de tiempo en las palabras, aún quedaba un pretexto para la angustia. Me pregunté entonces cuánto tiempo duraría aquello. Podría despertarme en cualquier momento y todo acabaría, aquella belleza, aquel bienestar, aquella paz saboreada.

De repente alguien cantó a mi lado sobre una música de piano. El pianista con la perilla rojiza estaba ahora a escasos metros de mí, en el lado izquierdo. Se había cambiado de posición. Cerré los ojos haciéndome a la idea de que, al abrirlos nuevamente, todo habría desaparecido. Pero no fue así. Repetí la operación algunas veces más, pero siempre volvía a aparecer en el mismo lugar. Por un segundo llegué a creer que me había quedado atrapado para siempre en aquel lugar. Eso me provocó un instante de ansiedad, pero inmediatamente el miedo remitió, pues aquel era un momento delicioso y no había nada que temer. Entonces volvió a crecer en mí el deseo de recitar mis propias palabras. Mi cabeza se llenó de versos y, confundidos unos con otros, no acertaba a saber lo que quería decir. Algo me hizo presentir que aquella ceremonia iba llegando a su fin y que aquella eternidad iba dejando poco a poco una sombra en su lugar, una sombra frágil, hecha de humo de velas y alientos consumidos. Me acerqué al pianista de la perilla rojiza y le dije que quería recitar. Él asintió con un gesto crítico, pues, me confirmó, ya no quedaba demasiada cera para arder en los candelabros. Entonces me dispuse, intenté ordenar con rapidez los versos de mi cabeza, recordar un poema, tranquilizarme y olvidar que todo aquel mágico ceremonial estaba ya listo para iniciar viaje hacia el sueño de otro, muy lejos de mí, en su carrusel de eternidades. No pude decir nada.

Al entreabrir los ojos la penumbra todavía estaba ahí, pero todo había cambiado. Ahora yo estaba en mi cama, a una hora incierta de la madrugada y descomponiéndome todavía en la oscura digestión de la noche. A escasos metros, en el armario, el abrigo y, dentro del abrigo, la cartera. La memoria, intacta y, en la memoria, un pequeño pueblo francés del viejo país de la Bigorra. Pero, ¿y la eternidad? La eternidad había emigrado como un ave en busca de sol. A la mañana siguiente, tendría que resignarme a haberla perdido. Me consolaría, sin embargo, el haber vivido conscientemente en su realidad, esa que se muestra siempre al otro lado, y el haber recibido el don fugaz de escuchar su poético rezo, en su tibio vientre de penumbra y resplandor…

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