¿Qué pueden tener en común un pirómano, un suicida y una actriz de la Comédie française? Lo que parece la típica pregunta que suele dar paso a un chiste sin demasiada gracia es, en cambio, una pregunta seria. Lo que tienen en común es una cierta dosis de fama. Eróstrato, en el siglo IV a.C, había incendiado el templo de Diana en Éfeso buscando ardientemente sobrevivir al olvido. A finales del siglo XVIII, el popular escritor alemán Johann W. Goethe escribió la crónica epistolar de los amores desventurados del joven Werther por la imposible Charlotte. El suicidio del héroe forjaba un símbolo del Romanticismo e inspiraba una oleada de muertes entre un buen número de lectores que, conmovidos a tal extremo por la famosa tragedia de aquel muchacho, habían decidido seguirlo en su camino de anima dolens hasta la muerte. Un siglo más tarde, una joven actriz parisina cosechaba un éxito internacional tan grande en los escenarios teatrales de medio mundo, que convertía sin querer su intimidad en motivo de interés para admiradores y periódicos. Había nacido una estrella, en el sentido más actual del término, y la célebre pluma de Émile Zola escribiría al respecto de ese nuevo fenómeno llamado Sarah Bernhardt.
Muchos otros ejemplos demuestran lo mismo: que la fama no es un tema de hoy, sino un asunto que viene de muy lejos. Baste ahora, no obstante, con estos tres casos para corregir el tópico que todavía sostiene que cuando hablamos de popularidad, fama o celebridad, estamos hablando de cosas sin importancia. La fama es más de lo que vemos en la imagen de un famoso, de lo que leemos en un periodista del corazón o de lo que oímos en boca de un tertuliano televisivo. La fama es un fenómeno cultural y profundamente humano que despierta un vivo interés para las ciencias sociales y, en concreto, para la antropología, aunque en países como España -gran productor y consumidor de fama- haya paradójicamente un enorme retraso al respecto. Pero para tomarse la fama en serio debemos tener presente que no hay fama que no pase por una historia de la fama o por una referencia a contextos sociales y culturales concretos. Dicho de otra forma: no hay una sola fama, sino muchas, que han variado históricamente y que tienen características particulares, según hablemos de unas culturas u otras, o nos movamos de lo local a lo global. Sobre estos matices es que trabaja el antropólogo, como también el novelista, aunque a través de métodos diferentes.
En occidente debemos distinguir la fama, de la popularidad, el carisma o la gloria. No cabe duda de que todos esos términos tienen una cierta relación recíproca, pero solo porque no llegan a igualarse completamente. Históricamente, en occidente la fama fue trabando vínculos con el mito, la gloria, el renombre, hasta llegar a esta visibilidad mediática en la que hoy estamos, cómoda o incómodamente, instalados. Ese tránsito, que tan sencillamente cabe enunciar en un par de líneas, es en cambio el resultado de un complejo proceso que incluye transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales, que pueden llevarnos a comprender un poco mejor cómo hemos pasado de Eróstrato a la foto de Donald Trump con Kim Kardashian. La fama ha sido, en cierta medida, una constante cultural. La visibilidad mediática, en cambio, es hoy mucho más importante que ayer.
El viernes 22 de Junio, a partir de las 19h30, se presentará en la Asociación de la Prensa de Madrid una novela de muy sugerente título –Trágicas apariencias– que promete recuperar, en parte, la centralidad sociocultural del tema de la fama. La autoría de la obra pertenece al Sr. Javier Alonso Osborne -exdirector de la revista Diez Minutos y Subdirector de Hola-. La ventaja del novelista -a diferencia del científico social- es que puede entremezclar libremente su imaginación con la reflexión de las experiencias vividas sin pasar por farragosas notas al pie ni extensas referencias bibliográficas. En él fluye sin interrupción la corriente que lo lleva de la imaginación a lo vivido y de la reflexión a lo imaginario. Visto con mirada antropológica, ahí se comprende que el escritor viva de los mitos -y hasta los produzca, a veces- y no deje de interesarse por fenómenos como la fama, pues ella también nació del viejo corazón de lo mitológico.