Lo más complejo es lo más sencillo,
pues hay algo aparentemente inmediato en lo sencillo
que se vuelve inmediatamente inagotable.
Luz, luz que inunda la casa y ocupa el espacio avanzando como la marea. Luz que pinta el aire de blanco y juega por el arenal con mar y cielo. Luz que hace brillar el azul rizado del agua, en este punto de la tierra donde el Guadiana deshace su corazón en el Atlántico. Luz, luz de todo lo que hace sentir el relente de un secreto que parece accesible y de pronto se desvanece. En un paseo por la playa hasta la isla de las gaviotas, he visto los pasos de un niño por arenas lejanas. Era el litoral de Caracas. Y los pasos de aquel niño fueron creciendo, los vi madurar y atravesar otros arenales, remontar dunas y entremezclarse con voces, risas y palabras de amor. También hubo silenciosos susurros del viento. Después, Galicia, Potugal, África, Europa, Asia hicieron imposible el único enclave y el misterio no cesó de crecer y no se ha detenido desde entonces hasta llegar aquí, a Isla Canela, en la playa infinita que se pierde de vista, como de vista se perdía la lejana playa de Uchire que vio los pasos del niño. Y escucho las voces amadas, los pasos adolescentes, la belleza, la emigración, el exilio que nos expulsa y la poesía que nos recupera siempre, aunque de otra forma, pero, ¿en dónde?, ¿hacia dónde? No lo sé. Apenas sé que si cierro los ojos, el murmullo del mar sigue su curso y me habla de mí. Veo las huellas del niño, orilla lejana, acompañando los pasos del hombre, arena de ahora. Y de nuevo la luz, al abrir los ojos, la luz que inunda la casa como inunda el mundo a cada instante el asombro de estar vivos. Mar, cielo y esta certeza azul de habitar en el corazón de lo inexplicable para, aún así, volver a intentarlo… Vida nuestra, flor de infancia, murmullo del mar…