En un pequeño cuento popular japonés, según nos ha llegado a través de la memoria y la pluma del viajero británico Richard Gordon Smith, que hacia finales del siglo XIX se dedicó a recoger objetos y relatos orales en el país del sol naciente, se nos cuenta la historia de un pueblo y de un viejo sauce, cuya venerable edad le había permitido conocer a todos los hombres de aquel lugar. Él los había visto vivir y desaparecer a la sombra y cobijo de sus antiguas ramas. En una ocasión, el deseo de construir un río hizo que los lugareños pensasen en utilizar aquel árbol para obtener la madera necesaria, pero entonces un joven granjero llamado Heitaro se levantó y, recordándoles a todos la noble dignidad de aquel viejo y querido árbol, cuya vida estaba íntimamente unida a la vida de todos ellos, así como a la de sus antepasados, logró convencerles para que desistieran de la idea de cortarlo. Poco después, Heitaro encontraría en el sauce a una bella muchacha extranjera de la que se enamoró perdidamente. Se llamaba Higo. Heitaro y la bella Higo se unieron felizmente y de aquella alegre unión nació un hijo al que pusieron el nombre de Chiyodo. La familia se sentía colmada de bendiciones. Pero, “¿dónde se ha conocido en este mundo que una felicidad completa dure eternamente?”, se pregunta el relato con amargura, justo antes de contar lo que vino después.
Una orden del ex emperad
or Toba para construir un enorme templo en Kyoto a la Diosa de la Misericordia, obligó a recolectar mucha madera por toda la región. Había pasado el tiempo desde que Heitaro hubiera salvado al árbol de su destrucción, pero ahora la magnitud de la obra exigía utilizar el tronco de aquel portentoso ser vegetal. Heitaro nuevamente intentó convencer a sus vecinos, pero esta vez todo fue en vano. Higo, que hasta ese momento nunca había querido revelar a su esposo de dónde procedía, le confesó entonces que ella no era sino la encarnación del espíritu de aquel viejo sauce que, en agradecimiento por su buena acción, había tomado cuerpo en ella para ofrecerle todo su amor. Ahora, sin embargo, cada golpe de hacha en la materia del árbol debilitaba aún más su alma, encerrada en el cuerpo de Higo. El destino del sauce debía unirse al suyo y ambos debían morir como lo que eran: una misma y única criatura. Hacia el final del relato, se nos cuenta cómo Heitaro llevó de madrugada a su hijo Chiyodo a ver el lugar del viejo sauce sacrificado, el mismo lugar donde había sido sacrificada su bella madre. Al encontrarse con el árbol derrumbado y con sus ramas podadas, el relato añade: “los sentimientos de Heitaro se pueden imaginar bien”…
Al releer este texto de un libro que hace, al menos, quince años que me acompaña, recibí el impacto fulgurante de algo que hasta entonces me había pasado desapercibido. Me sorprendió como nunca antes la respetuosa contención de aquella frase. Tanto, que la repetí en voz alta: “los sentimientos de Heitaro se pueden imaginar bien”. En aquella simple frase se encerraba toda la diferencia que separa dos formas radicalmente distintas de ver la vida y de presentar el mundo. Formas que nos hablan, sin duda, de culturas enfrentadas en grata o ingrata conversación. Justamente, en relación al ver, pensé, mientras que el
cuento japonés ahorraba los detalles más escabrosos -por evidentes- acerca de los sentimientos de Heitaro, para permitirnos así mirar en la dirección esencial de la historia, nosotros vivimos en un mundo donde la cada vez más irrespirable proliferación de imágenes no nos deja siquiera ver la perversidad de muchas de nuestras indiscreciones. Cegados por una necesidad compulsiva de imágenes sin imaginación, nosotros habríamos corrido a capturar no los instantes, sino las instantáneas del árbol moribundo, de la agonía de la muchacha, de los cuerpos destrozados, del llanto del pequeño huérfano. Nosotros habríamos hecho fotos, vídeos, editado el material con música, puesto a alguien reconocible a disecar el suceso, distribuido todo lo obtenido entre los ojos hambrientos de nuestro mundo a la deriva. Pronto, entre agonías, destrozos y llantos, habríamos ido olvidando que había habido un verdadero árbol, una mujer, un hombre, un niño y seríamos incapaces de relatar con sentido la trama completa de la historia. De alguna manera, la vida habría quedado sepultada por las imágenes de la vida, primero, y luego por las imágenes, sin más. Ciegos de tanto ver, pasaríamos desesperadamente a la siguiente dosis, hasta calmar la ansiedad y volver a empezar. Y, aunque alguna vez hubiésemos creído que con nuestras cámaras y la distribución de aquellas fotografías y vídeos estábamos atrapando el pulso más real de las cosas, lo único que hacíamos, sin querer tomar conciencia, era detener aquel pulso para siempre. Habría bastado, para impedirlo, con haber escuchado aquella frase – “los sentimientos de Heitaro se pueden imaginar bien”- y haber confiado en su sabiduría, que es la de nuestra imaginación sin imágenes.
La verdadera imaginación respeta el dolor del otro sin sentirlo como algo completamente ajeno, al mismo tiempo que nos mantiene en el corazón de los relatos. Imaginar es saber que, como decía el pequeño Príncipe imaginado un día por Antoine de Saint-Exupéry, lo esencial surge siempre de lo invisible. Añadamos que también aparece en lo que se dice silenciosamente, como todo lo que expresó Heitaro aquella dolorosa mañana, mientra tomaba a su pequeño hijo de la mano. Podemos imaginarlo bien…