Del lado de Jekyll
¿Hasta cuándo la espectacularidad y el sentimentalismo que tan bien la alimenta van a seguir conduciendo los asuntos políticos? El problema de España (incluida Cataluña, por ahora) es un problema político que exige no solo una praxis política, sino un discurso político permanente, omnipresente, que no dé tregua. La decisión -pésima- del Gobierno hace un día y medio, que ha entregado en bandeja de plata la imagen de España al baile orgiástico de todas las Salomés de turno, dentro y fuera de las fronteras españolas, ha sido, sin embargo, una decisión política. Pero, ¿y los discursos políticos? ¿Dónde están?
Hay que tener claro que no toda palabra salida de la boca de un político basta para producir un verdadero discurso político. Debo definir de qué lugar parto para juzgar un discurso como político o como mera palabrería. Considero como político todo discurso que, atendiendo a los asuntos de orden público y común, reconocen una tradición política -teórica e histórica- y se pronuncian con arreglo a ella. Dicho de otra forma: desde los liberales hasta los marxistas, pasando por los conservadores, socialdemócratas, libertarios, radicales de derecha, de izquierda, nacionalistas o independentistas, todos y cada uno de ellos deben responder a una concreta tradición de pensamiento y fundamentarse en ella para llevar sus argumentos adelante. Todo lo que no se funde en ese acerbo, común para cada grupo, disuelve un poco más la política en el holograma de su propio simulacro.
Desde hace semanas, meses, años, en España -como en otros lugares del mundo- la política ha ido claudicando a los montajes de las productoras de televisión, a los fragmentos de realidad capturados en móviles y calificados con emoticonos, a las imágenes que, repitiéndose incansablemente, terminan aceptando la verdad de Goebbels y su perverso, aunque visionario, sentido del marketing publicitario que hoy nos inunda por todas partes. Qué pena que Walter Benjamin nos haya dejado hace tanto y de forma tan trágica, pues tendría en nuestros días material de sobra para abundar y actualizar su pensamiento acerca de la estetización de la política. Poco a poco nos acercamos al momento de levantar acta de la muerte de la política y de encontrar su cuerpo bajo millones de escombros mediáticos, de imágenes sincrónicas, de furores, sangre y lágrimas que sonaron un instante y se apagaron para siempre después. Pero, en el reino del simulacro, ¿habrá siquiera cuerpo de la política o habrá sido siempre la política otro fake más? Llegados a ese punto, la catástrofe es que ya nunca lo sabremos.
En un día y medio, lo único que observo en España es un tsunami de imágenes, de manifestaciones, de ardor colectivo, de sensaciones fuertes, un verdadero “chute” de tribus. Desde el domingo pasado, momento en el que TVE emitía Ángeles y Demonios -tal vez querían pasar un mensaje solapado con semejante película- mientras Cuatro -perteneciente al grupo Mediaset de Berlusconi- y La 6 -incluido en el grupo Artesmedia- dedicaban sendos especiales al tema catalán al más puro estilo reality show -con músicas monotonales, pausas dramáticas de los presentadores, crispación en los colaboradores e imágenes en exclusiva-, lo único a lo que se asiste en este país es a una producción en serie de narraciones mediáticas privadas y ni un solo verdadero discurso político público que pueda colaborar para detener la hemorragia cerebral que se está produciendo en España (incluida, insisto, Cataluña, al menos por ahora). Cuando acapara más atención y generan más discursos las lágrimas de Piqué – “la princesa está triste, qué tendrá la princesa…”– que los fundamentos políticos e históricos en juego, algo huele a podrido en Hispania (incluida la Hispania citerior y su Cartagho Nova).
En todo este tiempo, ¿alguien ha puesto encima de la mesa, desde un lado u otro, una sola teoría del Estado? Ni uno. El infame gobierno de la Generalitat y sus acólitos hablan de Estado español, de nación catalana, de ocupación española, hacen, deshacen, inventan, sin dar razones de nada. Por su parte, el infame y débil gobierno español habla de ley, de unidad, de Estado de derecho, como si hubiese aprendido una lección que no entiende demasiado bien, y en su incompetencia intelectual y política, deja que una parte de la defensa de España sea usurpada por una patulea de cabestros que entonan el Cara al Sol y sacan a la luz algo de lo peor que aún tiene este país. Pero, ¿verdaderos discursos políticos? Ni uno. Mientras, los partidos de la oposición hacen sus cábalas electorales: el PSOE calculado con extremado cuidado su apuesta, para no derrapar en la entrada a la Moncloa; Ciudadanos erre que erre con el artículo 155, como un niño que cree en la magia, y Podemos con su zigzagueo habitual y su cambio de vestuario tres veces a lo largo de la función. Pero, insisto, ¿discurso político?. Ninguno. ¿Teoría del Estado? ¿Qué es eso?
Estos días se han oído cosas como que la violencia es intolerable en democracia, pero ninguno de los que lo ha dicho ha explicitado en qué se basa para sostener una tesis tan curiosa. ¿Para qué? ¡No vaya a ser que baje la audiencia y el electorado! ¿Alguno de estos apóstoles de la democracia ha definido una sola vez lo que entienden por democracia? ¿Ustedes lo han oído? Yo no. ¿Qué es democracia? ¿Voto, respeto de las leyes, diálogo, canalización pactada de los conflictos, una forma de gobierno? Ahí podríamos empezar una verdadera discusión política al margen del cabaret de los medios, pues cada interlocutor, dependiendo de su filiación ideológica, estaría obligado a explicitar sus referentes teóricos y a defender una tradición histórica de pensamiento político. Lo mismo tendría que hacerse, a renglón seguido, con los conceptos de nación y de Estado, de ley, de derecho, de fuerza y, claro está, de violencia. Pero nada de esto se hace y, en su lugar, se repite una situación patológica que ya la pensadora Hannah Arendt detectaba a finales de los años cincuenta y que expresaba así: “existe, sin embargo, un acuerdo tácito en la mayoría de las discusiones de los especialistas en ciencias sociales y políticas, que autoriza a cada uno a pasar por alto las distinciones y a actuar presuponiendo que cualquier cosa puede tomar el nombre de cualquier otra cosa, y que las distinciones solo son significativas en la medida en la que cada cual tiene el derecho de definir sus propios términos” (Arendt, 2012:126).i
Dicen, pues, que la democracia y la violencia son incompatibles. ¿A qué se refieren? Está claro que no se basan en ningún argumento teórico o, por lo menos, no lo quieren revelar. Pero, la tradición política occidental se basa en lo que se ha ido constituyendo históricamente. Así pues, ¿en qué ejemplos históricos apoyan este aserto del pacifismo democrático obligatorio? ¿En la omnipotencia del diálogo? Uno de los textos más radicales y sobrecogedores que conozco en defensa del diálogo está en el capítulo segundo de la Politeia de Platón -más conocida como La República. En él, Sócrates se enfrenta a la tesis de Trasímaco, según la cual la justicia es la que es capaz de imponer el más fuerte. Tras un largo diálogo, Trasímaco queda convencido por los argumentos socráticos y rechaza su tesis inicial. Este pasaje monumental de Platón demuestra dos cosas con respecto a lo que significa dialogar; en primer lugar, supone aceptar que el diálogo está ya conducido por una violencia inicial; en segundo lugar, que presupone escuchar formalmente al otro como a uno mismo; y, en tercer lugar, que implica estar expuesto, desde el comienzo de la polémica, a que el otro me convenza y cambie el rumbo de mi vida. Pues bien, a Sócrates lo condenaron a muerte por delito de impiedad y por corromper con sus enseñanzas a los jóvenes, en la democracia ateniense. Pero dicen que la democracia y la violencia son incompatibles.
La violencia en democracia es injustificable, o eso dicen. Mucho más cerca de nuestra época y, desde luego, del fundamento teórico e histórico de las democracias representativas que creemos tener, aparecen los casos de la independencia norteamericana y la constitución de los Estados Unidos, y la Revolución Francesa. ¿Habrán leído estos pacíficos demócratas a Alexis de Tocqueville? ¿No hubo conflictos en la democracia norteamericana, entre los Estados federados y el gobierno de la Federación? ¿De dónde sale, entonces, la desobediencia preconizada por Thoreau?¿Habrán oído hablar del Club des Jacobins de la Rue de Saint-Honoré y de la democracia popular que se impuso pocos años después del triunfo revolucionario, y de lo que esto supuso? Rousseau, que estaba resonando en la cabeza de muchos jacobinos cuando llevaban adelante sus ideas populares, escribió: “quien rehúse obedecer la voluntad general será obligado a ello por todo el cuerpo (político, se entiende): lo cual no significa sino que se le obligará a ser libre (…)” (Rousseau [1762], 2005:41)ii. ¡Una tesis nada admonitoria y de un pacifismo recalcitrante, desde luego!
Supongo que se estará de acuerdo en que la democracia supone una forma o tipo particular de gobierno y que, siendo así, va unida a una cierta idea de Estado. Pues bien, si partimos de aquí -y esto me parece el acuerdo mínimo para empezar a discutir-, ¿no podemos relacionar el Estado con una dimensión de la fuerza y de una determinada violencia constitutiva? ¿Nos hemos olvidado de Max Weber y de su exitoso reclamo de la violencia legítima por parte del Estado? ¿Nos hemos olvidado de las fuentes de legitimación de la dominación, según este mismo pensador? ¿Nos hemos olvidado de Jellinek? En base a la teoría política de Jellinek, podemos defender la tesis de que Cataluña, desde luego, no tiene soberanía propia y que, en su situación actual, no puede construir un Estado (precisamente por la dependencia histórica que ha ido contrayendo con España, algo que no se quita uno de encima ni con sentimentalismo, ni con banderas, ni con pelotazos de goma o sillas en la cabeza). El gobierno habla, por ejemplo, de ley y de defensa del Estado de derecho. ¿Qué definición utilizan de Estado, por un lado, y de Derecho, por otro? ¿La aplicación positiva de la ley es lo único que hay para legitimar el derecho y hacer posible la vida común? ¿Son, pues, positivistas? Y entonces, ¿por qué no hablan de Kelsen? ¿Apoyan el estado de Derecho? Y entonces, ¿por qué no sacan a la luz las teorías de Kant, Hegel, de Von Mohl o de Von Stahl? Del lado independentista y de sus simpatizantes (la alcaldesa de Barcelona y los podemitas incluidos), ¿por qué no atacan al gobierno con algo más que con frases de titular? ¿Es que no tienen herramientas teóricas para ello? ¡No me digan eso! ¿No hay profesores de políticas entre ustedes? ¿No hay licenciadas de filosofía? Señores, por favor, seamos serios. En ocasiones, incluso es más divertido y menos peligroso para el futuro. ¿Por qué no hablan de Smend y de sus tesis del Estado integracionista, de raíz hegeliana? Tal vez no les satisfaga completamente, pero estarán de acuerdo conmigo en que es una buena manera de arremeter contra el positivismo de Kelsen. A fin de cuentas, ¿existe algo que pueda satisfacernos totalmente y que no sea un guiño a la totalidad? Y los independentistas, ¿seguirán citando, mal, a Companys, como otros han citado, y mal, a Azaña días atrás? Lo que Lluís Companys proclamó fue la República catalana dentro del Estado federal español, lo cual no supone la independencia que ahora se pretende imponer, sino la que nace de un Estado Federal. El disparate de Companys fue hablar de un federalismo que en España no ha existido nunca hasta ahora (aunque haya estado contemplado como proyecto constitucional en la I República ).
Pero en España no se habla de nada de esto y, mucho menos, en estos días. El gobierno central, débil, autoritario -como le sucede a todo gobierno cuya debilidad le hace perder verdadera autoridad- y corrupto, deja sucumbir lentamente el país frente a un gobierno autonómico, fortalecido, fanático e igualmente corrupto. ¿Es que alguien ha vuelto a hablar del escándalo de los Pujol y del robo sistemático de la Generalitat bajo la tutela de todos los gobiernos españoles desde Felipe González hasta hoy? En todo este espectáculo chabacano y chocarrero los únicos que se lucrarán, además de los ya citados medios, serán los responsables de todo ese largo pillaje en las arcas del Estado y de la nación (política) española. Mientras tanto, un número cada vez mayor de gente devora imágenes, se indigna, llora, sangra, grita, orea banderas españolas que deberían estar prohibidas, mezcla churras con merinas, alimenta odios ancestrales y luego se come una crema catalana de postre y al catre, que mañana hay que currar. Señores, ¿no les gusta la Sexta? No la miren. ¿Cuatro les provoca arcadas? No lo vean. TVE les da asco, pues pone Ángeles y Demonios mientras el infierno se está cociendo entre nosotros? ¡Pues apaguen de una vez el televisor! ¡Apaguen el ordenador! ¡Dejen de rumiar imágenes que han diseñado otros y enciérrense a estudiar un poco! Ahí empezarán a ser libres y la libertad de cada uno -involucrado seria y profundamente en el estudio de los problemas comunes- coincidirá con la libertad de todos. Ahí comenzará a cobrar sentido el desacuerdo y el diálogo será verdadero diálogo político. Mientras tanto, España (con Cataluña, insisto, incluida por ahora), seguirá despedazándose y mostrando lo peor que tiene a día de hoy, que es su ignorancia, la cual desvirtúa cualquier rebelión.
Y hablando de rebelión, ¿cuánto más tardará este gobierno débil y autoritario en iniciar un proceso contra los representantes máximos de la Generalitat por delitos de rebelión y de sedición? ¿Cómo se explica el procesamiento de personajes secundarios de esta farsa de referendo y no el de sus principales responsables políticos? Si lo hubiera hecho antes, mucha sangre y ríos de tinta que han corrido estos dos últimos días se habrían ahorrado. ¿Para qué sirve el Código Penal? ¿Para cantar un folclórico pena, penita pena, o solo para sacarse de la manga nuevas consecuencias penales como las derivadas de la vergonzosa Ley de Seguridad Ciudadana? Esa ley resume bien el talante del ejecutivo, capaz de imponer una escandalosa ley que reprime la resistencia y el valor testimonial de la denuncia del ciudadano ante los desmanes de los agentes de la autoridad -algo distinto es lo que sucede estos días en Cataluña, donde esas denuncias son los medios los que las utilizan para sus propios intereses, construyendo cada cual un story-telling diferente- y luego es impotente a la hora de iniciar acciones legales contra los responsables de atentados contra la Constitución, como el que recoge el delito de rebelión (art. 472 de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre).
Debo aclarar, llegado a este punto, y para ir concluyendo, que no se trata de caer en una fanática defensa de España, para dar la réplica a una fanática defensa de Cataluña. En el camino de las ideas y de la praxis regida por ideas hay que tener cuidado del enemigo, pero más aún del falso amigo. España no debe ir de la mano del atavismo propio del nacionalismo español de tipo autoritario y fascistoide. Ese nacionalismo español, irreflexivo y miserable es el que grita “a por ellos” -como si esto fuera un partido de fútbol- o se pone a cantar himnos que no vienen a cuento, en plazas de Madrid. A esa gente hay que replicarles con aquellas soberbias, aunque tristes, palabras de Unamuno: “venceréis, pero no convenceréis”. La España que debe defenderse es la de los sabios, y no la que todavía algunos se empeñan en rescatar mirando hacia los muñones de Millán Astray. Ahora bien, no todo uso de la violencia supone per se autoritarismo, pues en la persuasión y el convencimiento hay que presuponer el respeto mínimo de unas condiciones de diálogo, para que no se reduzca todo a una farsa. También la democracia reserva un espacio para la violencia (por más que en España y en Europa no se enteren. ¡Europa! ¡La misma que obligó al gobierno de Grecia a renunciar a su soberanía y a traicionar al pueblo griego!¡Esos hablan de violencia inaceptable!). En este caso, aún para refundar España y seguir adelante bajo otra forma política y con una nueva Constitución, hay que salvar el escollo que plantea la tentación de violar la actual, pues, entonces: ¿qué garantía y credibilidad tendrían las leyes futuras?
España necesita una nueva Constitución que rompa realmente con la herencia franquista que contaminó el texto constitucional actual. Pero para llegar a eso, es necesario pasar por dicho texto, de la misma forma que para rebasar una tradición, hay que conocerla previamente y hasta servirse de lo que aprendimos en su interior. No se puede inventar la historia fuera de la historia. Todo esto nos involucra en un debate político serio y apasionante por los compromisos que nos obliga a tomar. En el fondo, hay algo en el momento actual que debiera movernos al entusiasmo y no abandonarnos en el desánimo. Pero para eso tenemos que salir de este emponzoñado círculo vicioso atiborrado de imágenes sin historia, de discursos sincrónicos y de contertulios a sueldo y sin ninguna o casi ninguna cultura reseñable. Lo que hace falta es que la política recupere su lugar y, dejando tópicos a un lado, caiga quien caiga, reivindique su razón de ser. Es necesario volver a producir discursos políticos serios, que cumplan con la condición de responder a una tradición y de hablar desde ella para defender con honestidad sus postulados. Todo lo que no pase por aquí, seguirá cayendo del lado del puro y duro sensacionalismo, de un uso excesivo e inoportuno de la fuerza legítima, y de la ignorancia. Las heridas de esta última -la ignorancia- provocan en las sociedades políticas traumas muchos más duraderos que las heridas de la carne. España lo sabe bien y a la vista está.
iArendt, H. La crise de la culture. Gallimard, 2012.
iiRousseau, J.J. El contrato social. Alianza Editorial. Madrid, 2005.